viernes, 16 de febrero de 2018

YO, JEFE DEL SERVICIO SECRETO MILITAR SOVIETICO, de Gualterio G. Krivitsky (Radar)

Título: Yo, Jefe del Servicio Secreto Militar Soviético
Autor: Gualterio G. Krivitsky (1899-1941)
Título original: In Stalin's Secret Service (1939)
Traducción: M.B.
Prólogo y notas: Mauricio Carlavilla
Editor: Editorial Radar (Barcelona)
Fecha de edición: [s.d.]
Descripción física: 289 p.; 14,5x20 cm.
Estructura: introducción, 8 capítulos
Información sobre impresión:
[s.d.]

Índice:
Introducción
Stalin trata de agradar a Hitler
El fin de la Internacional Comunista
La más perfecta falsificación de dólares fue hecha por Stalin
La mano de Stalin en España
La O.G.P.U.
¿Por qué confesaron?
Por qué mató Stalin a sus generales
Mi ruptura con Stalin

Introducción del autor:
En los comienzos de mayo del año 1937 tomé un tren en Moscú para volver a mi puesto en La Haya, como jefe del Servicio Militar Soviético en la Europa occidental. Era la última vez que yo debía ver a Rusia mientras Stalin fuese su dueño. Llevaba sirviendo al Gobierno soviético cerca de veinte años. Hacía veinte años que yo era bolchevique. Cuando subí al tren me senté en mi departamento, recordando la suerte de mis colegas, de mis camaradas, de mis amigos —arrestados, detenidos en los campos de concentración todos—. Ellos habían dedicado sus vidas por completo a hacer un mundo mejor, y habían muerto en sus puestos, no bajo las balas de los enemigos, sino porque Stalin así lo había querido.
¿Es esto causa de respeto o de admiración? ¿Qué héroe o heroína de nuestra revolución no ha sido muerto o eliminado? Pienso que muy pocos se han salvado. Todos aquellos cuya integridad personal era absoluta cayeron bajo la acusación de “traidores”, de “espías” o simplemente de “criminales”. Rápidamente pasaban por mi mente los cuadros de la guerra civil, cuando todos aquellos “traidores” y “espías” hacían frente a la muerte sin acobardarse, aquellos días arduos que fueron seguidos de demandas de industrialización y de super-humanismo, de colectivización y de hambre, cuando las raciones apenas eran suficientes para sostenerse. Y entonces la gran depuración arrasó todo, destruyendo todo lo que con tantas dificultades se había hecho para construir un Estado en el cual el hombre no fuese ya explotado por el hombre.
A lo largo de los años de lucha había aprendido a repetirme que una victoria, a pesar de las injusticias de la vieja sociedad, solamente puede ser lograda con moral y sacrificios físicos; un nuevo mundo no puede llegar a ser realmente hasta que los últimos vestigios del viejo no hayan sido destruidos.
Pero, ¿para qué necesita la revolución bolchevique destruir a los propios bolcheviques? ¿Es la revolución bolchevique su propia destrucción, ya que así los hace perecer? No responderé a estas preguntas: simplemente, las formulo...
A la edad de trece años ingresé en el movimiento de la clase trabajadora. Fue un acto medio maduro, medio pueril. Escuché lastimosas melodías de mi sufrida raza, mezcladas con nuevos cantos de libertad. Pero en 1917 yo era un muchacho de dieciocho años y la Revolución bolchevique se me mostró como una, solución completa de los problemas de poder, desigualdad e injusticia. Me abracé al Partido con toda mi alma. Juré fidelidad a Marx y a Lenin, como si fueran una espada con la cual se exterminarían las injusticias contra las cuales se rebelaba mi instinto.
Durante los años que he servido al Gobierno soviético jamás esperé otra cosa que lo suficiente para continuar mi trabajo. Nunca recibí nada más. Mucho antes de que el Poder soviético estuviese estabilizado, me mezclé en asuntos en los que me expuse al peligro y a la muerte y que dos veces me llevaron a la prisión. Trabajé durante seis y ocho horas diarias y nunca gané lo bastante para cubrir los gastos de mi vida: Ahora, cuando trabajo en el extranjero, puedo vivir con relativo confort. Pero no gané lo imprescindible hasta poco antes de 1935, en que logré un departamento casi decente en Moscú y poder pagar el precio de la leche para mi hijo. Ni estaba en una posición privilegiada ni la deseé: me absorbía mi trabajo. No ambicioné un puesto de burócrata distinguido en la defensa del orden soviético. Lo defendí porque creía que era el primer paso para una sociedad nueva y mejor.
Todo mi trabajo se encaminaba a la salvaguardia de mi país contra enemigos extranjeros, defendiéndole frente al peligro que pudiera penetrar por su frontera, procedente del mezquino mundo interior de los poderes políticos enemigos. Como agente secreto vi a los enemigos externos de la Unión Soviética mucho más de cerca que a sus conspiradores internos. Conocí conspiraciones de los fascistas y separatistas, que habían sido tramadas en suelo extranjero, pero en cambio, no tenía contacto con las intrigas interiores del Kremlin. Vi a Stalin elevarse hasta el Poder supremo, mientras los camaradas de Lenin perecían a manos del Estado que ellos mismos habían creado. Pero como otros muchos, me tranquilizaba a mí mismo con la idea de que, a pesar de las equivocaciones en la dirección, la Unión Soviética permanecería incólume y seguiría siendo la esperanza de la Humanidad.
Hubo ocasiones en que, en verdad, me desalentaba; ocasiones en que, si yo hubiera visto alguna esperanza en cualquier otra parte, acaso hubiera tomado otra ruta. Pero todos los acontecimientos que tenían lugar en otras partes del mundo conspiraban para mantenerme en el servicio de Stalin. En 1933, cuando el pueblo ruso estaba moribundo a causa del hambre y supe que la despiadada policía de Stalin era la causa de ello, y que Stalin impedía deliberadamente la ayuda del Estado, vi a Hitler tomar las riendas del Poder en Alemania y destruir allí todo lo que había de humildad en el espíritu humano. Stalin era un enemigo de Hitler y yo permanecí al servicio de Stalin.
En febrero de 1934 se me presentó un dilema parecido, e hice la misma elección. Disfrutaba yo entonces de mi mes anual de descanso en el Sanatorio “Marino”, en la provincia de Kursk, en la Rusia central. “Marino” fue antiguamente el palacio del príncipe Buryatin, el conquistador del Cáucaso. El palacio estaba construido con la fastuosa traza de Versalles y rodeado de bellísimos jardines de estilo inglés, con lagos artificiales. El sanatorio tenía excelentes médicos, profesores de gimnasia, enfermeras y criados. A pocos pasos de distancia de sus jardines cerrados estaban los campos agrícolas, donde los labradores trabajaban para atender a las necesidades del sanatorio. Un centinela a la entrada prohibía el paso al recinto.
Una mañana, poco después de mi llegada, salí de paseo con un compañero hacia el pueblo donde vivían dichos labradores. El espectáculo que contemplé fue espantoso. Rapazuelos medios desnudos salían de chozas ruinosas para suplicarnos un pedazo de pan. En la cooperativa de los labradores no tenían ni comida ni combustibles —no había de nada—. Por todas partes la más abyecta miseria consternaba mis ojos y deprimía mi espíritu.
Aquella tarde, sentados en el comedor brillantemente iluminado del “Marino”, todos charlaban con animación después de una excelente comida. En el exterior hacía un frío horroroso, pero dentro una magnífica calefacción nos proporcionaba una agradable temperatura. Por casualidad volví de repente la vista y miré a través de la ventana. Distinguí los febriles ojos de los hambrientos hijos de los labradores —los “bezprizornii”—; sus caritas, pegadas unas a otras, parecían retratos de cuadros lejanos. Alguien siguió mi mirada y dio órdenes a los criados de arrojar de allí a los intrusos. Casi todas las noches algunos de los niños lograban eludir al centinela y penetrar en el palacio en busca de algo para comer. Algunas veces salía yo al “hall” con pan para ellos, pero tenía que hacerlo en secreto, porque esto hubiera disgustado a mis camaradas. Los dirigentes soviéticos han fomentado una estereotipada defensa contra esta doliente humanidad:
“Nosotros estamos en el duro camino del socialismo. Muchos caerán en la empresa. Debemos estar bien alimentados y fuertes para nuestros trabajos, disfrutando, durante algunas semanas cada año, de confortable descanso, negado a los demás, porque nosotros somos los constructores de una Vida Mejor para el futuro. Somos los constructores del socialismo. Debemos mantenernos en forma para poder continuar el duro camino que nos hemos impuesto. Los infortunados que desfallezcan en nuestra senda podrán ser cuidados con esmero en un futuro. Mientras tanto, ¡fuera de nuestro camino! ¡Que no nos molesten con sus sufrimientos! ¡La meta debe ser siempre alcanzada!”
Y así es. Es natural que el pueblo defienda su vida en esa ruta y que no sea demasiado escrupuloso en su defensa, sin preguntar si se trata realmente de dirigirse hacia una Vida Dichosa o no.
Era una fría mañana cuando llegué a Kursk, de regreso de “Marino”. Entré en la estación del ferrocarril para esperar la llegada del exprés de Moscú. Después de haber tomado un buen desayuno en la cantina, me sobraba todavía tiempo y paseaba por la sala de espera de tercera clase. Nunca se borrará de mi memoria aquella sala de espera abarrotada de gente: hombres, mujeres y niños, campesinos la mayor parte de ellos, que parecían un rebaño llevado de un campo de concentración a otro. Muchos de ellos estaban casi desnudos en la fría habitación. Otros, positivamente enfermos del tifus. Hambre, pena, desolación; el perpetuo sufrimiento en aquellos seres medio muertos se notaba en cada uno de esos rostros. Mientras permanecí allí, las duras pisadas de los soldados de la O.G.P.U. comenzaron a despertarlos y reunirlos como si fueran una recua de animales, agrediendo y maltratando a los rezagados, que eran los que estaban demasiado débiles para emprender el camino.
A un pobre viejo le vi volverse con trabajo tratando de levantarse del suelo. Este era uno de los lamentables ejemplos, lo sé, de la horda de millones de honradas familias de campesinos a quienes Stalin —llamándolos “kulaks”, una designación que viene a ser algo así como “víctimas”— destierra de sus hogares y transporta y destruye.
También sé, sin embargo, que en aquellos momentos —estábamos en febrero de 1934— la campaña fascista se desataba en las calles de Viena, desprestigiando el modelo de viviendas para los trabajadores que los socialistas habían construido. Las maquinaciones de los fascistas habían promovido entre los trabajadores austríacos un violento estado de furia contra el socialismo. Por todas partes el fascismo estaba en auge. Por todas partes las fuerzas de la reacción ganaban terreno. La Unión Soviética se me mostraba, no obstante, como esperanza de la Humanidad. Permanecí, pues, al servicio de la Unión Soviética o, por mejor decir, de Stalin, su dueño.
Dos años después sobrevino la tragedia de España. Vi a Stalin —sin prisa, con timidez y de manera insuficiente— ir en ayuda de la sitiada república. Aquello me produjo la sensación de que, entre dos males, yo estaba combatiendo de parte del mejor.
Pero llegó el momento de rectificar. Stalin, cambiando de pronto de idea acerca de su tardía ayuda, dio una puñalada por la espalda al Gobierno republicano. Vi que su justificación tomaba caracteres alarmantes en Moscú, arrastrando completamente todo el Partido bolchevique. Vi que llegaba hasta España. Y, al mismo tiempo, desde mi aventajado lugar en el Servicio Secreto, vi a Stalin extender su mano de amigo secretamente a Hitler. Le vi cuando trataba de ganarse las simpatías del líder nazi, ejecutando a los grandes generales del Ejército Rojo, Tukhachevsky y otros muchos jefes, con los cuales y a cuyas órdenes yo había trabajado durante varios años en defensa de la Unión Soviética y del socialismo.
Y entonces Stalin me hace su última exigencia..., la misma que hace a todos los funcionarios, y que han de satisfacer si quieren escapar de los pelotones de fusilamiento de la O.G.P.U. Tenía que probar mi lealtad delatando a un compañero preso entre sus garras. Yo me negué. Rompí mis relaciones con Stalin. Esforcé mi memoria tratando de recordar todo lo que había visto. Estrujaba mi imaginación para saber si aun quedaba otra esperanza o no, si yo estaba sirviendo a un déspota totalitario, cuya única diferencia con Hitler estaba en sus frases de socialismo, vestigio de su educación marxista, a la cual se adhería hipócritamente.
Rompí con Stalin y comencé a explicar la verdad acerca de él, en el otoño de 1937, precisamente cuando estaba engañando con tan buen éxito a la opinión pública mundial y a los hombres de Estado, tanto de Europa como de América, con sus insinceros apóstrofes contra Hitler (1). Aunque avisado por gentes sensatas de que guardase silencio, yo hablaba claro. Yo hablaba por los millones de personas que han perecido en la colectivización forzada de Stalin y en el hambre, igualmente obligatoria; por los millones de personas que viven todavía en trabajos forzados en los campos de concentración; por los cientos de miles de mis camaradas bolcheviques en prisión; por los miles y miles que han sido asesinados.
En esto ocurrió la última felonía de Stalin, su Pacto con Hitler. La opinión pública, que había cerrado los ojos a sus crímenes monstruosos, en la esperanza de poder conseguir que se sumase a los ejércitos democráticos, no tenía más remedio que convencerse.
Ahora que Stalin ha dejado ver sus intenciones es la ocasión para que hablen claro los que permanecieron silenciosos, bien por ser cortos de vista o bien por razones estratégicas. Ya tienen poco que hacer. Luis Araquistáin, antiguo embajador en Francia del Gobierno republicano, ha ayudado a desengañar a la opinión mundial acerca del carácter de la “ayuda” de Stalin a la República española. Largo Caballero, el antiguo Presidente del Consejo español, también habló de ello.
Hay otros acerca de los cuales también hay obligación de hablar. Uno de ellos es Romain Rolland. La ayuda que este renombrado autor prestó a los totalitaristas, cubriendo los horrores de la dictadura de Stalin con el manto de su gran prestigio, es incalculable. Durante muchos años Rolland sostuvo correspondencia con Máximo Gorki, el notable novelista ruso. Gorki, que fue en algún tiempo camarada de Stalin y que estaba habituado a resistir su dominio, no dudó en inducir a Rolland para llevarlo al campo del compañerismo. Durante los últimos meses de su vida, sin embargo, Gorki fue un prisionero virtual. Stalin le negó su permiso para ir al extranjero a reponer su salud. Su correspondencia fue censurada y, por orden especial, las cartas de Romain Rolland fueron interceptadas por Stetsky, que entonces era secretario del dictador, y archivadas en el gabinete de Stalin. Rolland, inquieto al ver que su amigo no contestaba sus cartas, escribió a otro amigo, el subdirector del “Teatro de Arte” de Moscú, preguntándole lo que pasaba. Durante la última farsa de Moscú el mundo escuchó que Gorki, a pesar de ser todavía aparentemente amigo de Stalin, fue envenenado por Jagoda. Simultáneamente con aquella traición, en una entrevista mía con el eminente escritor Boris Suvarine, publicada en La Fleche, expliqué a Roimain Rolland por qué sus cartas no habían sido contestadas. Le pedí que hiciera una declaración sobre el hecho de que sus cartas a Máximo Gorki habían sido interceptadas por Stalin. Él permaneció callado. ¿Querrá hablar ahora que Stalin ha descubierto su juego con Hitler?
Eduard Benes, el Presidente de Checoeslovaquia, tiene también una cuenta pendiente. Cuando Tujachevsky y los jefes del Ejército Rojo fueron ejecutados, en junio de 1937, la conmoción en Europa fue tan grande, la incredulidad sobre su delincuencia tan obstinada, que Stalin tuvo necesidad de buscar un pretexto para convencer a los Gobiernos demócratas occidentales de que el vencedor de Kolchak y Denikin era un espía nazi. Bajo la dirección de Stalin la O.G.P.U., en colaboración con el Servicio Secreto del Ejército Rojo, preparó un atestado alegando hechos evidentes contra los generales rojos para transmitirlos al Gobierno checoeslovaco. Edward Benes procuró dar la sensación de que no estaba en condiciones de examinar esa “evidencia”, sobre todo en aquellos tiempos en que solicitaba la ayuda de Stalin para salvar a Checoeslovaquia.
Dejemos a Benes rectificar y que vuelva a examinar, en vista de los acontecimientos actuales, el carácter de la “evidencia” preparada por los expertos de la O.G.P.U. Decida él si le está permitido permanecer en silencio.
Ahora, cuando aparece tan dolorosamente claro que el peor camino para combatir a Hitler es ocultar los crímenes de Stalin, todos los que hayan colaborado en aquel desatino deben decirlo. Si estos últimos años trágicos nos han enseñado algo, es que la marcha de la barbarie totalitaria no puede ser detenida por cambios estratégicos de posiciones, por verdades a medias ni por falsedades. Mientras no se pueda imponer el método por la cual la Europa civilizada devuelva al hombre su dignidad y su valor, yo creo que todo aquel que no pertenezca al partido de Hitler y Stalin convendrá en que la verdad debe ser su mejor arma, y aunque lo maten deberá seguir proclamándola (2).
G. KRIVITSKY

(1) La fecha de la decisión es reveladora. El general Krivitsky rompe con Stalin al final de 1937. Según confiesa, rompe con él por haber descubierto que engaña en su política internacional a las democracias, por haber obtenido la prueba de que Stalin no quiere atacar a Hitler. Los demás motivos que agrega, lo de la depuración, la matanza de campesinos, etc., eran una espantosa realidad muchos años antes, y no habían sido motivo de su ruptura. Queda evidente que lo decisivo de su ruptura es la política internacional de Stalin.
(2) Por tanto, la verdad sobre Stalin sólo debe ser dicha en función del daño a Hitler. No debe pesar la moral en la valorización de los crímenes. Deben ser condenados, pero sólo cuando su condenación sea perjudicial al fascismo. Según esta tesis, Stalin es criminal cuando se convierte en aliado de Hitler, no antes. Recuerde el lector el eje moral en el que giran Krivitsky y la “Oposición”; esto le permitirá saber muchas cosas, entre otras, quién es, en el fondo, la “Oposición”.

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